Cuando oímos hablar del amor de Dios, el corazón empieza a arder y se ensancha. Toca el anhelo y el clamor más profundo del alma.
El perdón es una decisión de la voluntad que proviene de nuestra libertad. Perdonar es decidir ir más allá de nuestros límites y creer que si el Señor me invita a ello, es porque es posible.
Él nos dice: “perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores (…) que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará a su vez a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre celestial perdonará vuestras ofensas” (Mt 6,12 y 15).
Es Jesucristo quien nos llama a perdonar y perdonarnos. Él sabe que ese es nuestro bien. Perdonar es el máximo don, es darse, como Cristo, hasta que duela. Por ello, cuando lo hacemos, realizamos nuestra vocación más profunda: Amar. Perdonar es restablecer el vínculo de amor.
Con frecuencia vivimos engañados y culpamos a los problemas que nos aquejan de nuestra infelicidad. Nos creemos víctimas de las circunstancias, pero la causa real está en nuestro interior. Es nuestro corazón, prisionero de nuestros egoísmos, miedos y heridas que acumuladas en nuestra historia personal, nos impiden abandonarnos en el Amor.
Sólo Dios puede cambiar y transformar nuestro corazón. Por la acción del Espíritu Santo seremos renovados en el amor, con la capacidad de perdonar, para amar como Jesús nos enseñó. Sólo si amamos en Cristo seremos capaces de vencer el mal con el bien y obtendremos un bien del mal.
Cuando experimentamos el amor que Dios nos tiene, emprendemos el camino de la conversión, de la transformación, hacia la plenitud del amor.